La tarde cubrió lentamente el azul profundo del mar, la brisa húmeda y tibia se fue enfriando y el rojizo sol poniente besó el horizonte en su solitario y eterno pasar por los días de este mundo. Las aguas se agitaron señalando la marea alta y por entre las nubes oscuras, donde aún se filtraban las púrpuras luces celestes, las aves marinas dieron sus últimos giros anunciando desordenadas el fin de otro día.
Se cerró el telón nuevamente. Los incontables días donde la blanca espuma muere en la orilla, galopando sobre el arenal se inclinó y despidió su albo color. La salobridad y la noche reiniciaron su diaria tarea carcomiendo tenazmente la quincha de los viejos solares, ellos, de pie, frente al acantilado, resisten la seducción del olvido con el único deseo de ser testigo de los tiempos.
Ajena, volví al bañarme con la luz pálida del primer farol, pero no pude contemplar el eterno devenir del mar y caminé.
La bahía se iluminaba con la luz de sus restaurados faroles. A suaves intervalos el bellísimo espejo que se mecía en el vaivén de sus aguas cedía deshaciéndose en estremecimientos de antiguas confidencias. Las luces del malecón no podían penetrar la quietud del horizonte. Bajo los viejos durmientes, en el antiguo muelle de Pescadores el morro silente, ya sin el sol que muestre sus piedras castigadas, corrompidas y olvidadas por aquellos que no tienen memoria de los héroes, mira convertido en sal, el futuro. Titilantes candiles alumbran las lanchas de los pescadores que regresan de la mar, donde suaves perfiles apenas visibles, parecen no moverse, como atados eternamente a sus redes.
Caminé largo, hacia la orilla, sintiendo la espuma estancada tocar mis pies, a lo lejos el sonido del mar. En mis manos la arena no se deslizó suave. Húmeda y fría se pegó a cada poro de mi cuerpo. Temblando, llené mis pulmones de su aire marino, cerré los ojos y su salada humedad me cubrió la piel. Por un momento, su frialdad se interpuso en mí andar, sentí la arena desmoronándose bajo mis pies y un sonido resignado de mar. No esperaba respuesta, reclamaba mi palpitante humanidad. Buscando en la oscuridad le hice un nido y llenó mis manos, lo amé sin reservas y, así, lo retuve en mi memoria para siempre. Luego, resignada a nuestro ir y venir volví la espalda y me alejé.
Rosa Amelia Pérez Hopkins
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